No hay palabras: "Hay cadáveres". Luis Felipe Fabre



La desaparición de más de treinta mil personas durante la dictadura militar argentina es el hecho que subyace en el poema “Hay cadáveres” de Néstor Perlongher (1949 – 1992). Pero más que un poema sobre los desaparecidos, “Hay cadáveres” es un poema que asume su desaparición. Es un texto agujerado, horadado, raído
En un principio el poema se presenta como una larga enumeración. Su lenguaje se irá enrareciendo a medida que avanza a través de épocas, geografías y hablas. Otros momentos históricos, otros lenguajes, otras masacres. Se trata de un listado dispar dividido en estrofas de extensión irregular pero rematadas, invariablemente, por el verso “Hay Cadáveres” que se repite a lo largo de todo el poema a manera de estribillo. La aparente rigidez de la estructura resulta extraña en un poema inscrito dentro de la órbita del neobarroso -como Perlongher tan atinadamente rebautizó con aguas lodosas al neobarroco rioplatense- que se distingue, más bien, por la proliferación y el desbordamiento verbal. El orden impuesto por la tiranía del estribillo al “libertinaje” neobarroso remite, entonces, a la opresión, y, particularmente en este caso, a la opresión de un régimen militar. “Hay Cadáveres”: tal es lo que dice el estribillo porque el orden que instaura es, literalmente, un orden basado en el terror.

Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres

En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres

Parecería, no obstante, que por momentos el estribillo trastoca el mismo orden que instaura al denunciar su mecanismo criminal y su insistente repetición supondría, entonces, un gesto de resistencia. Esto puede ser cierto en un sentido, pero también puede ser cierto todo lo contrario. No es raro: la ambigüedad de sentido se anuncia desde el primer verso (“Bajo las matas”). Por una parte, el estribillo delata un país de muertos donde el asesino es el rey; por otro lado, afirmar que “Hay Cadáveres” es negar un hecho brutal: los desaparecidos. Los desaparecidos que son, precisamente, la negación de los cadáveres. Más que de ambigüedad, tendríamos que hablar, entonces, de paradoja: como los cadáveres no están en ninguna parte, están en todas partes. Por todas partes “Hay Cadáveres”.
El poema casi no habla “sobre” los desaparecidos. Realmente, el poema habla sobre cualquier otra cosa. O mejor dicho: en el poema hablan. Porque Perlongher trama su poema hilando sus versos con frases de otros, voces escuchadas al pasar, fragmentos de conversaciones. El texto como un tejido social. En “Hay cadáveres” más que un yo lírico, habla una colectividad. Voces que en el poema hablan sobre cualquier otra cosa: tales son las conversaciones entre quienes se saben vigilados, observados, escuchados del otro lado de la pared. Perlongher escucha:

Era: "No le digas que lo viste conmigo porque capaz que se dan cuenta"
O: "No le vayas a contar que lo vimos porque a ver si se lo toma a pecho"
Acaso: "No te conviene que lo sepa porque te amputan una teta"
Aún: "Hoy asaltaron a una vaca"
"Cuando lo veas hacé de cuenta que no te diste cuenta de nada
...y listo"
Hay Cadáveres

Perlongher escucha: ¿De qué lado de la pared está? Quienes se saben vigilados no pueden hablar sobre los desaparecidos. Más aún: simplemente no pueden hablar. Entonces fingen hablar. Y, también, fingen escuchar. Fingen conversar sobre cualquier otra cosa. Sobre el clima. O hablan en clave. Porque, como en las películas de espías, hay pájaros en el alambre: líneas –telefónicas- intervenidas, cables cruzados en el Régimen del Terror. Alambres: no en balde, Alambres (1987) es el título del libro donde aparece “Hay cadáveres”. Cables, líneas, alambres: hilos de metal, conductores de energía, que pueden concluir en púas amenazantes, pero hilos a fin de cuentas. Hilos de metal que se entretejen con hilos de voz en una tela monstruosa: un tejido social en proceso de descomposición. Tela que ya se deshilacha pues treinta mil hilos le han sido arrancados. Tela de ausencias. Tela raída que alberga agujeros en su entramado: ciertamente red.

En las redes de los pescadores
En el tropiezo de los cangrejales
En la del pelo que se toma
Con un prendedorcito descolgado
Hay Cadáveres

En lo preciso de esta ausencia
En lo que raya esa palabra
En su divina presencia
Comandante, en su raya
Hay Cadáveres

Red de pelos, rayas, alambres, hilos de voz y ausencias. Más que escribir, Perlongher teje un poema: texto en sentido amplio, tejido. Versos como estambres conformados a su vez por varios hilos que el autor toma de aquí y de allá. Entre esos hilos pueden distinguirse los cabellos. A lo largo de su obra Perlongher insiste en el cabello. El peine grasiento colmado del pelo púbico de un muchacho, el “jopo” engominado, las tías que peinan al sobrino, asuntos que pueblan otros poemas y que en “Hay cadáveres” reaparecen: “La tía, volviéndose loca por unos peines encurvados”. Pero, sobre todo, el rodete de la reina muerta: el hilo de oro: el cabello de Evita. “La despeinada, cuyo rodete se ha raído / por culpa de tanto “rayito de sol”, tanto “clarito””, escribe Perlongher en “Hay cadáveres” retomando el hilo de otro poema suyo, “Cadáver de una nación” donde apunta: “Nadie más que yo compuso sus peinados”. Evita: el cuerpo secuestrado, el cadáver embalsamado pero desaparecido y que aquí vuelve a aparecer aunque con el peinado deshecho.
Sucede que a los muertos les sigue creciendo el pelo. ¿Es el pelo de los muertos el hilo de la conversación? ¿Es el hilo negro? Ese mechón que asoma por debajo de la puerta delata al esqueleto oculto en el armario. Por debajo de la puerta: donde el verso se agrieta. Porque entre un verso y otro, en los blancos, en el silencio, hay cadáveres. Y su cabello crece, sigue creciendo, se abre paso entre las palabras que intentan ocultarlos. Los cadáveres que son, precisamente, el hilo conductor del texto: el estribillo que entreteje unas estrofas con otras. El pelo de los cadáveres ha sido trenzado con el pelo de los vivos en una red de terror y complicidades. La muerte, que es aquí la herramienta ordenadora ejercida por el poder, forma parte indisoluble de la trama del texto-tejido social. E incluso las tejedoras -aquellas por las que la tela se reproduce y perpetúa- se deshilachan sin piedad para terminar enredadas, entramadas, entrampadas, entre esos hilos horribles:

La matrona casada, que le hizo el favor a la muchacha pasándole
un buen punto;
la tejedora que no cánsase, que se cansó buscando el punto bien
discreto que no mostrara nada
– y al mismo tiempo diera a entender lo que pasase –;
la dueña de la fábrica, que vio las venas de sus obreras urdirse
táctilmente en los telares -y daba esa textura acompasada...
lila...
La lianera, que procuró enroscarse en los hilambres, las púas
Hay Cadáveres

El zurcido de la matrona: la reconstrucción del himen de la muchacha. Ambas mujeres quedan hilvanadas en una misma complicidad. Dentro, en la matriz, hay cadáveres. O no los hay: dentro, en la matriz, hay una ausencia. Hay miedo. En cualquier caso, la herida debe cerrarse como una tumba. Soy una tumba, dicen quienes prometen guardar el secreto. Echarle tierra al asunto: tal es lo que supone el zurcido de una falsa virginidad. Decir: aquí no ha pasado nada. Aunque se esté preñada de muerte. Pero a estas alturas del poema, ya ni la mentira salva. La muerte, que se manifiesta por la ausencia de lo que antes estaba y ya no, forma parte de la trama del texto-tejido social y lo deshilvana. Y la tela se corrompe, se abre, se agujera a pesar de los vanos esfuerzos de las costureras por remendarla: “La amiga, cosiendo sin parar el desgarrón de una “calada””.
A medida que avanza el poema, el lenguaje y las imágenes se tornan cada vez más violentos y revulsivos. El texto se va desgarrando: la sintaxis se quiebra, el discurso se vuelve aún más fragmentario y algunas palabras se desintegran. Faltan letras a la usanza de la censura: “le abren el c... para sacarle el chico”. El texto censurado: el párrafo tachado, la hoja cercenada, el libro quemado: el texto torturado y el texto desaparecido. La censura, y de un modo más refinado la autocensura, supone la intervención opresiva de un régimen ajeno a la escritura en la escritura. Un poder que se impone en el cuerpo verbal en contra de la voluntad del texto. Una especie de violación: al abrirle “el c...”, le abren, literalmente, un agujero a la palabra. Más agujeros: “en esa c... que, cómo se escribía? c... de qué?” “C” tal vez de concha o coño o culo: orificios, heridas abiertas, desgarraduras que las matronas no alcanzan ya a suturar. Les falta hilo. Les faltan letras. Pero más aún: faltan palabras. De pronto faltan las palabras y las frases quedan truncas como vidas sajadas de golpe:

Yo soy aquél que ayer nomás...
Ella es la que…
Veíase el arpa...
En alfombrada sala...
Villegas o
Hay Cadáveres

El hilo de la voz se quiebra. La conversación se interrumpe. El texto se deshilacha. Pero también es a través de esos agujeros que aquello que no es poema entra en el poema. ¿La Historia, el mundo, la realidad? A través de los agujeros acallados, Perlongher parodia a la censura y la opresión y los transgrede: “Era callar contra todo silencio”. Perlongher interroga a la poesía horadándola, y desde los agujeros donde el texto calla, cuestiona lo que no es texto.


Se ven, se los despanza divisantes flotando en el pantano:
en la colilla de los pantalones que se enchastran, símilmente;
en el ribete de la cola del tapado de seda de la novia, que no se casa
porque su novio ha
….........................!
Hay Cadáveres

En esta estrofa un verso ha desaparecido. No, no es cierto: el verso permanece, albergando la ausencia de la palabra o las palabras desaparecidas. Cabría preguntarse si la palabra que ha desaparecido no es, precisamente, la palabra “desaparecido”. Así: la novia, que no se casa / porque su novio ha / desaparecido. Sin embargo, decir que la palabra ha desaparecido resulta, al menos, bastante inexacto, pues es difícil saber si en ese verso alguna vez hubo palabras. Lo que sí puede afirmarse es que, según la naturaleza verbal del poema, allí, en el verso, donde uno esperaría que hubiera palabras, no las hay. Uno esperaría: el lector, como una novia, espera. Después de tantas palabras, el lector espera más palabras, pero no llegan porque han “........................!” Y la novia se queda vestida. Lo que en ese verso desaparece es un discurso verbal: una historia de amor. El agujero textual del novio que estaba en un verso y al siguiente ya no. El paso de la palabra a la no palabra.
A través de ese verso Perlongher subraya la ausencia de la palabra, le deja su hueco, respeta el lugar que no ocupa. El verso está construido a base de puntos, es decir, de silencios, y termina con una exclamación muda. De silencios: ¿el silencio del duelo, el silencio del cómplice, el silencio del susto, el silencio de la censura, el silencio de quien ya no está? En cualquier caso, no se trata de un silencio neutro. La ausencia de la palabra y el sonido resulta visualmente significativa. Es la imagen de una desaparición. Como cuando uno jala el hilo medio suelto de alguna ropa y al extraerlo queda, en la tela, la línea punteada: los puntos vacíos que alguna vez fueron costura. El verso es, entonces, un dibujo que mudo exclama por lo que no está: no un retrato, sino la súbita silueta de una de las ausencias en las que “Hay cadáveres” se va deshilachando.
Como si un agujero fuera creciendo, una ausencia que todo lo carcome, en la penúltima estrofa parece que ya no queda nada ni nadie. La estrofa está compuesta por cuatro líneas punteadas: cuatro versos que trazan la imagen de la desolación. Así como hay pueblos fantasmas, ésta es una estrofa fantasma que ninguna palabra habita. Pero hasta allí llega la voz de una mujer que interroga a los fantasmas, a esa nada y a ese nadie, desde el primero de los dos versos con los que se cierra el texto. Perlongher abre agujeros como un cuestionamiento del poema que es, en última instancia, un cuestionamiento del mundo. La pregunta que la mujer formula es un cuestionamiento de ese cuestionamiento, pero, sobre todo, una negativa a creer en lo que sus ojos -y los ojos del lector- observan en esa penúltima estrofa que no por evidente resulta menos insoportable:

..............................................
..............................................
..............................................
..............................................

No hay nadie?, pregunta la mujer del Paraguay.
Respuesta: No hay cadáveres.

“No hay cadáveres”: la inesperada aparición del “no” supone la abolición del orden que el estribillo “Hay cadáveres” había instaurado a lo largo del poema. Su efecto es retroactivo y todo el texto parece deshilarse en nada. Una estructura se derrumba. A través de la negación un régimen se derrumba, el orden de la tiranía concluye, pero no así el terror. El terror continúa. Va en aumento. Crece. Lo abarca todo. “No hay cadáveres”: más que terminar, el texto desaparece: cadáver negado. Queda tan sólo una ausencia brutal. No hay palabras.

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Extraído de "Leyendo agujeros. Ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no escritura" de Luis Felipe Fabre. Fondo Editorial Tierra Adentro. México. 2005.
Luis Felipe Fabre (ciudad de México, 1974). Su obra ha sido reconocida con el Premio Plural y con el Premio Punto de Partida. Ha publicado los libros de poemas "Vida quieta" (2000), "Una temporada en el Mictlán" (2003), "Cabaret provenza" (2007)